VENEZUELA.- Pedirle a un niño tímido de 11 años que definiera la tristeza parecía demasiado ambicioso. Pero tras una pausa, Rubén lo dijo todo: “Es como un vacío por dentro”.
Rubén, un chico de pocas palabras y largos silencios, es uno de los muchos niños que en Venezuela se están quedando sin padre ni madre por el éxodo.
“Lo que me ayuda a llenar el vacío es el deporte”, dice con claridad delante de su tía Leivis, que se ha quedado a cargo del sobrino porque su hermana, la madre de Rubén, se fue en enero a Colombia.
Cuatro tardes a la semana Rubén se desplaza solo desde su casa a un centro de entrenamiento donde juega al fútbol.
Pese a los problemas de transporte y la inseguridad de Caracas, no tiene miedo.
Es serio, de gesto duro. “No estoy triste ni con bronca. Hablo poco”, dice con fuerte personalidad.
Otros niños acuden acompañados de sus padres, madres, hermanos o con otros amigos. Él no tiene a nadie que lo aliente desde la tribuna.
Su mamá, que a veces lo llevaba al fútbol, piensa en él desde Colombia.
El país vecino es el principal destino de los venezolanos que huyen de la peor crisis económica de la historia reciente para buscar oportunidades en otros lugares.
Un reciente estudio del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) cifra en 1,5 millones las salidas de venezolanos en los últimos años.
Venezuela es además el cuarto país en nuevas solicitudes de asilo en el mundo, sólo por detrás de Afganistán, Siria e Irak.
Es una diáspora que en Colombia y Brasil empieza a ser tratada como crisis migratoria, pero que también tiene efectos internos en Venezuela.
Algunos positivos, como el envío de dinero que sirve para que sobreviva la familia que permanece en el país. Y otros negativos, como la ruptura familiar, el abandono de unos niños que quedan a cargo de abuelas, de tías, de vecinos… O de nadie.
“No se fue por ella, sino por nosotros”
“Fue como una presión. Me asusté, pensé que era algo malo”, dice Rubén al recordar la dura conversación que muchas madres y padres han tenido con sus pequeños en los últimos meses: la del anuncio de la separación.
“Ella me contó y lo entendí: se fue para lograr una mejor vida para ella, para mí y para mi hermano. No se fue por ella, sino por nosotros”, parece repetir la versión de los adultos.
Su cuarto, con una televisión con poca definición, es su refugio.
Allí ve los partidos del Mundial y recuerda a su madre y a su hermano de 8 años que por la ausencia materna empezó a comportarse mal. Esa rebeldía provocó que su mamá decidiera llevárselo antes. El plan es que en julio, una vez acabada la escuela, se les una Rubén.
“Será como una nueva experiencia, muy emocionante”, dice sobre ir a Colombia, como si a esa edad no fuera todo una aventura.
No sólo le gusta mucho el fútbol, sino que parece que tiene aptitudes. “¿Jugarás un día con Venezuela o con Colombia?”, le pregunto. Y Rubén me vuelve a sorprender. Con Colombia, dice. Sin atisbo de duda.
Quizás empiece a sentir más aprecio por un país que aún no conoce pero que ahora brinda una oportunidad a su familia.
“Su madre vendía café y no ganaba lo suficiente para el bienestar de los niños”, explica la tía Leivis, madre de una niña de 3 años que a veces queda a cargo de Rubén.
El papá lleva tiempo ausente, algo que es común en Venezuela, sobre todo en las clases más humildes. Como en toda América Latina, los barrios populares de Caracas están llenos de madres, tías y abuelas que sacan adelante solas a familias numerosas.
“¿Cómo aprende un niño que está triste?”
Puede que Rubén tenga las necesidades materiales cubiertas, pero el éxodo genera otras consecuencias.
“Tiene implicaciones para el niño más fuertes de las que imaginamos”, le dice a BBC Mundo el psicoterapeuta Óscar Misle, fundador de Cecodap, una organización de derechos humanos que promueve el buen trato a la niñez y la adolescencia en Venezuela.
Esas implicaciones se reflejan en la escuela.
“¿Cómo aprende un niño que está triste?”, se pregunta Alexandra Rodríguez, directora de un centro que pertenece a la red Fe y Alegría, institución creada por los jesuitas y constituida por laicos y religiosos.
Desde febrero, 15 niños dejaron esa escuela de Caracas porque se fueron con sus padres. Rubén podría ser el siguiente, si todo va de acuerdo al plan.
Fe y Alegría está en toda Venezuela. Hay un total de 111.593 niños inscritos en sus escuelas, 2.377 menos que en 2017. A esa pérdida de estudiantes por motivos relacionados con la crisis se suman los 3.777 que se quedaron al cuidado de terceros por la migración de uno o de ambos padres.
“Los niños pueden entender que los papás se tienen que ir. Sin embargo, no están preparados para manejar el abandono”, le explica a BBC Mundo la directora nacional del Programa Escuela de Fe y Alegría, Noelbis Aguilar.
“Sentirse solo, triste y sin orientación los afecta anímica y psicológicamente, y eso también se verá reflejado en su desarrollo”, advierte Aguilar, quien alerta de que los niños se pueden volver retraídos o violentos.
Y a todo ello hay que sumar las dificultades económicas por las que pasan quienes se quedan en un país con una hiperinflación del 100% mensual y con desabastecimiento de alimentos y productos básicos.
“Esto antes no ocurría”
Según Misle, este abandono por emigración “va creciendo en intensidad”.
“Estamos viendo que es el problema más frecuente y el que te genera mayor impotencia por no tener las respuestas”, agrega el experto, quien sigue poniendo el hambre como principal preocupación.
Es un proceso nuevo del que no hay datos oficiales. Pero poco a poco surgen números que lo confirman.
“Al día nos visitan entre 30 y 40 personas pidiendo asesorías porque se van del país y quieren saber cómo delegar derechos o cómo pueden obtener una autorización para llevarse a los niños”, dice Nelson Villasmil, consejero de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes del municipio Sucre, uno de los que conforman la gran Caracas.
“Esto antes no ocurría”, afirma.
Las consecuencias de este fenómeno son difíciles de dimensionar aún y se verán a largo plazo.
Sin embargo, una ya evidente es la llamada “niñez dejada atrás”.
Es el caso de Luiz, de 11 años, que se ha tenido que convertir en una especie de segunda mamá para su hermano Alonzo, de 8.
La madre de ambos se fue a Colombia y quedaron con el papá. No les falta comida, pero su vida cambió.
Desde que su madre no los acompaña, tienen que caminar solos durante una hora hasta la escuela. Y otra hora de vuelta.
Cuando llegan a casa después del mediodía, Luiz calienta la comida que les hizo su padre, quien trabaja buena parte de la jornada.
Y luego limpia los platos y barre el piso de cemento de su humilde vivienda. Y va a buscar agua que carga con sus delgados brazos. Y ayuda a su hermano a hacer las tareas para las que él ya no encuentra apoyo sin su madre. Pasan casi toda la tarde solos.
“Me quiero ir con mi mamá porque me hace falta y ya no es igual”, me dice Luiz, quien en su casa en el barrio Brisas de Propatria, en el oeste de Caracas, se refiere al cuarto matrimonial como la “habitación de mi mamá”.
A Alonzo, más tímido, le cuesta verbalizar que la extraña.
“Me arrepiento”
Otro efecto de la separación es la culpa de esa madre o padre que se marcha en busca de lo que sea.
Es el caso de Vanesa Uribe. Hace cinco meses que no regresa a Venezuela. Está en Colombia tratando de ganar un dinero que le permita recuperar a sus dos hijos, a los que entregó de forma voluntaria a una entidad de protección privada en Caracas.
“Estaba pasando trabajo y no tenía cómo mantener a mis hijos”, me dice por teléfono desde Valledupar, una ciudad en el norte de Colombia, cerca de la frontera con Venezuela.
“Me arrepiento (de haberlos dejado)”, admite la madre, que envía dinero todas las semanas a sus padres.
Sueña con que pronto los pequeños estén con sus abuelos. Si no, el centro tendrá que buscarles una familia de acogida.
El plan ideal de Uribe es establecerse en Colombia y llevarse a sus hijos.
“Gogotá”
Las abuelas son quienes tradicionalmente quedan a cargo de los niños.
Como María Meza, quien a sus 54 años tiene que cuidar ahora de tres nietas de 8, 7 y 3 años. Su hija también está en Colombia, en “Gogotá”, como dice la más pequeña.
“Hubo un día que ella ya no tenía nada más que darles”, explica Meza sobre los motivos del viaje de su hija, incapaz de conseguir alimento para las niñas.
Ahora trabaja en un restaurante y todas las semanas envía dinero a su familia, a la que llama cada día.
“Ella me dijo que se iba a trabajar para comprar nuestra casa, ropa nueva y la comida para que yo sea más gorda”, dice Alexandra Valentina, de 7 años.
Pese a todo, no están tan mal. Las niñas no califican para una plaza en el comedor de la escuela a la que acuden, la Pablo VI, ubicada en la Cota 905, una de las zonas más peligrosas y deprimidas de Caracas.
Hay otros que están en peor situación socioeconómica. Y el colegio clama por donaciones para cubrir las necesidades nutricionales de todos ellos.
Según datos de la escuela, desde el inicio del curso en septiembre de 2017, 50 niños fueron retirados por sus padres porque se marcharon al extranjero.
Y hay 66 que siguen inscritos pero que se han quedado sin uno de los dos progenitores por migración.
La calle
Por difícil que pueda resultar de repente la vida tras la marcha del papá o la mamá, hay casos más graves.
El Idenna (Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes) es un organismo gubernamental que tiene centros de atención para ayudar a niños y jóvenes que viven en la calle.
Cada vez registran más casos de ingresos relacionados con la diáspora.
“Los que llegan porque su mamá ha migrado entran en mejor estado que aquellos que pertenecen a bandas o que ya consumen (drogas)”, dice un trabajador del Idenna que prefiere no ser identificado.
Estos nuevos casos presentan características propias. “Los niños están pasando por un duelo no elaborado. No se les explica el porqué de la ida y deja de haber un contacto permanente con la madre porque no todos tienen los recursos para un teléfono inteligente”, señala.
Esa sensación de abandono y las rivalidades y conflictos que se generan en los nuevos hogares, en ocasiones multifamiliares y multigeneracionales, provocan que el niño o la niña busque en sus amigos y en la calle lo que ya no encuentra en casa.
Ismael, de 11 años, quedó con su padre cuando su madre se marchó, pero acabó viviendo en la calle.
Se escapó dos veces del centro de atención que lo acogió en Caracas. La segunda vez fue detenido cerca de la frontera con Colombia, muy lejos de la capital.
“Estaba buscando a mi mamá”, dijo. (FUENTE: BBC MUNDO)